Morir un poco
Mientras lo velaban, en su casa, el muerto soltó un suspiro largo y abrió los ojos. Los que estaban ahí se quedaron pasmados. Algunas mujeres se pusieron a llorar como frente a un milagro. Lo llamaron por su nombre precautoriamente, con tono de interrogación, inseguros de que fuera él mismo. Se incorporó y pidió de comer. Tenía algodones en la nariz y apestaba a ungüentos medicinales. Tomó chocolate caliente con pan. De momento no se quiso dar un baño: no fuera a darle una congestión. Se puso a ver tele y en la noche durmió como un bendito. Su esposa igual cobró el seguro y recibió su pensión de viuda. “Lo que hay que hacer para dejar de trabajar”, decía él cuando alguien elogiaba su ventajosa condición de muerto.
4.11.08
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