29.11.08

Día 146. (291108)

Diligencia administrativa

Presentó un proyecto hace dos años. Lo primero que le dijeron antes de leer siquiera una idea fue: no hay dinero. Bien. Lo mandó a la subdirección general. Apareció, un día, en un escritorio. Tienen en esas oficinas unas orugas, de esas verdes, que para caminar llevan las patitas del final de su cuerpo a la cabeza, y luego se estiran. Avanzan como un centímetro por vez y éstas nunca, es claro, se convierten en mariposas. Uncieron, como se hace en el arado, el sobre del proyecto a la oruga. Ésta comenzó a caminar transportándolo. Les resulta imposible avanzar en línea recta, así que su ruta es tortuosa y laberíntica, imprevisible; desandan el camino, se detienen excesivamente a comer papel y a pensar en estar en otro lado y en hacer otra cosa. Meses después había llegado a otro escritorio (ya habían sido consumidas para este fin unas tres o cuatro orugas). Espoleando un poco, enviaron otras más para continuar. Meses más tarde el sobre llegó a otro escritorio, y luego a otro en otros tantos meses. Al final, considerando que la burocracia vence por agotamiento a los solicitantes, nadie supo en qué parte del archipiélago de escritorios naufragó, íngrima y consumida, la última oruga disponible para la tarea asignada, o acaso alguien decidió que no valía la pena atentar contra el derecho-a-no-leer de un funcionario Equis.

Día 145. (281108)

Diálogo

—Quéonda güey.
—Nada güey.
—¿Ya saliste güey?
—Sí güey, ¿y tú güey?
—No: también güey.
—¿Tons qué güey?
—¿De qué o qué güey?
—¿Hacemos onda en la tarde, güey?
—Ora, güey, sí.
—¿Qué hacemos eh, güey?
—No sé güey, nada.
—¿Va güey, a qué horas?
—Ps cuando sea, güey.
—Va, güey.
—Va, güey; aquí me bajo güey, nos vemos, ¿no güey?
—Le caes güey.
—Simón güey.